Sunday, March 05, 2006

Adriana González Mateos

Cómo desenterrar a una antepasada

El momento decisivo en la vida de la Malinche sucedió después de la Conquista. Bernal Díaz del Castillo narra cómo regresó a su lugar de origen y perdonó a su madre y a su hermano por haberla vendido como esclava, muchos años antes. Se había convertido en una mujer poderosa, rica, cruel. Marta y Lázaro, que son los nombres cristianos de su madre y su hermano, temían con razón una venganza sangrienta. Seguramente habían oído hablar de las torturas infligidas a los señores aztecas. Quiero decir que esta mujer no retrocedía ante el asesinato, como antes no había retrocedido ante la derrota de la Noche Triste, cuando escapó a pie entre los soldados españoles y mantuvo la decisión de sobrevivir y vengarse. Viril, la llama Bernal Díaz. El designio de destruir el mundo de los aztecas había dado calor a sus días, energía a sus noches. Y sin embargo perdonó a aquellos miserables que la habían condenado a la esclavitud cuando estaba indefensa, aunque su deber era haberla protegido. Por lo menos, Bernal Díaz narra la escena como un afectuoso reencuentro familiar.

El momento al que me refiero sucedió poco después. Doña Marina estaba orgullosa de su habilidad como lengua y se esmeraba en perfeccionar esas dotes. Esa mañana quiso decirse los sentimientos que la embargaban ahora que había desandado uno de los caminos más tortuosos de su pasado. Se encontró pensando en español. El idioma de los conquistadores se había convertido en el lenguaje de su corazón.

O quizá su corazón ya no sentía en ningún idioma preciso. Sus sentimientos y sus vivencias echaban mano de palabras nahuas, de refranes mayas, de giros extremeños. No tenía un idioma para la guerra y otro para el amor. Se había convertido en una mujer que ya no podía habitar un solo mundo.

El español era un idioma que la había liberado de la esclavitud. En esa lengua se había entendido con el padre de su hijo Martín, en esa lengua se casó con Juan Jaramillo. Pero sobre todo, esa lengua le permitió mirar a su alrededor desde un lugar en el que no podía estar nadie más que ella. Durante muchos meses, quizá años, fue la única persona que podía hablar en maya con los mayas, en náhuatl con los pueblos del altiplano y en español con los españoles, la única que podía traducir de una lengua a la otra y permitir algún entendimiento entre quienes se encontraban por primera vez, procedentes de mundos ajenos entre sí. En ese lugar, en los límites de tres lenguas, sin ningún diccionario bilingüe que limitara sus percepciones, intuyó otras maneras de decir cosas hasta entonces no dichas. Que esa habilidad para propiciar el entendimiento fuera un arma formidable tuvo que llenarla de júbilo. Descubrió que su odio al mundo que la había esclavizado era compartido por muchos. Y a ella le tocó tejer alianzas, verbalizar acuerdos, encontrar las palabras de la rebelión, de la venganza, de la utopía.

También le tocó conocer asuntos confidenciales y decidir cómo traducirlos entre gentes llenas de desconfianza. De ella dependió limar asperezas o exacerbarlas, guardar secretos o deformarlos. Que haya pensado en su propio interés, en el de los conquistadores o en el de los aliados indígenas será siempre materia de conjeturas. Sobre todo, ella fue quien antes que nadie vivió en la zona de contacto en la que al menos tres mundos, tres idiomas, empezaban a entreverarse. Vivió negociando, tratando de pensar cómo se diría en un idioma lo que escuchaba, lo que sospechaba o adivinaba en el otro. El día de la masacre de Cholula vio morir a quienes había elegido como enemigos, y supo que desde ese mismo sitio de poder hubiera podido contemplar la masacre de los españoles, porque en ese momento, la decisión de lo que pasaría la había tomado ella.

Quiero explorar esa decisión de destruir, esgrimida por una mujer. Pienso que la Malinche debió tener motivos suficientes, incluso motivos compartidos por una mayoría entre los pueblos sometidos por los aztecas. La eficacia de su labor sólo se explica reconociendo que la palabra dicha por ella encontró muchos oídos hospitalarios. Sin duda sus años de esclavitud le proporcionaron un conocimiento muy íntimo de la injusticia, de la rabia acumulada contra el imperio. Un día se encontró en la posición en la que esa rabia podía convertirse en diplomacia. Quizá la ira fue el vehículo que facilitó la comprensión entre las lenguas.

Es una ira oculta bajo densas capas de malentendidos. La Malinche narrada, pintada o recordada por la cultura del dominio masculino aparece neutralizada, domesticada, convertida en una buena mujer, en una víctima. Bernal Díaz convierte a Doña Marina en una cristiana ejemplar, espejo de virtudes, dama honorable. El siglo diecinueve la transforma en una mujer enamorada, José Clemente Orozco en la Madre Tierra, Octavio Paz en un montón de huesos y lodo, la mujer violada que recibe en su cuerpo la ira de un otro indiferente. Ninguno de estos hombres ilustres ha sido capaz de soportar la idea de esta mujer poderosa, furibunda y decidida a actuar. Yo quiero imaginármela.

Para encontrar algo parecido a la Malinche que necesito debo buscar a otra mujer, la escritora chicana Gloria Anzaldúa. Ella escribe pensando en La Malinche: yo no vendí a mi pueblo; ellos me vendieron a mí. Anzaldúa habla de ese silencio al que la cultura blanca, anglosajona, colonial y capitalista ha reducido a la mujer de piel oscura, esa mujer cuya rabia es invisible. En silencio, detrás de su cara anónima e ignorada, ella sigue atizando esa llama secreta y sigue esperando su hora. Cuando ella, igual que su ancestra, la esclava Malinalli, pueda convertir su rabia en poder.

Anzaldúa habla desde el lugar de una mujer de piel oscura, discriminada en los Estados Unidos, rechazada en México por ser chicana, una mujer de la frontera y por eso descendiente de Malintzin. En ella se mezclan y se confunden las lenguas, las culturas. Vive en un proceso de impureza, de mezcla, de falta de respeto a las varias tradiciones a las que no pertenece, comete la traición a los mundos que la han proscrito. Ésta es la traición creativa de donde surge el futuro. Porque la relación entre la traición y la traducción es compleja. Ningún idioma es perfecta calca de otro, y a la inexactitud de una traducción se la puede llamar traición. Pero de esas faltas de identidad y de correspondencia se debe también el esfuerzo creativo de darle a un idioma lo que le falta, de extenderlo y violentarlo para pensar fuera de sus cauces habituales, de sus ideas consagradas y de sus inercias. De estas aperturas de sentido ha nacido mucha buena literatura, además de algunas nacionalidades y muchas religiones.

La lengua reprimida de La Malinche aparece en las páginas de Anzaldúa como un músculo que se rebela contra las manipulaciones del dentista, contra la anestesia, contra el mandato de callar. Anzaldúa le da a la Malinche una lengua de serpiente, la lengua bífida que corta, traspasa, se asume como venenosa para decir lo prohibido. La lengua de Tenepal, el segundo nombre de Malintzin, que quiere decir “la que corta” (y también “la que habla mucho”). En el cruce entre el mito bíblico, que entiende a La Malinche como una Eva autóctona, y las tradiciones prehispánicas que relacionan a las diosas con las víboras, ésta es la mujer-serpiente que recupera los poderes femeninos acallados y los moviliza.

Para mí la Malinche es la mujer de lengua indomable, la llamada a decir lo que nadie dice, eso que la normalidad censura. Mi perspectiva es distinta de la Anzaldúa, aunque yo he sido una mexicana en Estados Unidos, alguien que hablaba con acento y se sabía no blanca. De esta experiencia nació mi interés en la Malinche, que no disminuye al regresar a México, porque su huella en mí es la facultad de reconocer esas faltas de continuidad donde fallan los discursos del poder. Para mí la Malinche se ha convertido en el emblema de la mujer que levanta la voz, la que no retrocede ante lo impropio, lo imúdico, lo censurado. Desde su perspectiva de esclava, de mujer intercambiada, de india desdeñada por los blancos, de habitante de una frontera y una periferia, ella descubre las fisuras donde falla la cultura, donde las ideas recibidas y el sentido común ya no alcanzan, donde las respuestas de siempre se agotan, porque en esos pequeños huecos, en esas excepciones que no están previstas, la realidad construida desde la cultura ya no sabe responder y la Malinche empieza a hablar con su lengua que es como una lanceta, afilada y destructora y creativa.

Durante años la Malinche fue la loca que habla sola, porque nadie entendía su idioma. Era la esclava que se sueña libre y dueña de su vida. Cuando hablaba de la princesa vendida le contestaban que moliera el maíz, en el idioma de las certezas apacibles que prefiere que las mujeres se callen.

Ella es la que dice no. No le gusta el mundo que la rodea. No deja de verle los defectos, las fealdades, las carencias. Porque sabe otras lenguas, sabe que hay cosas intraducibles, cosas que se pueden sentir y pensar en un idioma que este mundo no conoce, el idioma que ella está inventando al hablar. Su violencia es el esfuerzo por decir lo que se ha decretado inexistente. Es la labor de ampliar, al violentar el lenguaje, los límites de un mundo que caduca. Un mundo donde ella es imposible.

Esta mujer no ha podido ser vista por la cultura oficial mexicana ni por nuestra cultura popular. Han pasado más de quinientos años de la Conquista, y sólo ahora podemos empezar a recuperar o a inventar una mujer así. Enfrentarnos a esta anepasada implica desprendernos de capas y capas de prejuicios y clichés que pretenden darnos una imagen distorsionada de ella. Pero la Malinche es ante todo un espejo. Desde siempre ha traducido lo que se le confía y lo ha transformado en otra cosa. Ver a la Malinche como una rebelde y una creadora dice mucho sobre ella, pero quizá dice más sobre nosotras y sobre el momento en que nos detenemos a pensar en ella. Cuando la elegimos como antepasada y empezamos a desenterrarla.

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